Vampyr (1932), Carl Theodor Dreyer

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La vimos cada una por su cuenta unos años atrás. Era una copia que iba de mano en mano entre los alumnos de Documental i gènere. David, el profesor que nos la había descubierto, nunca la recuperó. Vampyr. Antes de que te llegara el turno, oías todo tipo de comentarios. Estaban los que se dormían antes de haber visto una docena de planos y los que no podían dormir después de haberla visto entera. Y estábamos también los que la vimos dos veces seguidas.

En ocasiones, ya fuera grabando o montando, nos decíamos: “Hagámoslo a lo Vampyr”. Y eso quería decir arriesgar, no temer y equivocarnos. Porque no es fácil hacerlo “a lo vampyr” y que salga bien. No es fácil conseguir, como lo consigue Dreyer, que ciertos movimientos de cámara sean hipnóticos sin ser mareantes; que esos personajes que salen y entran de espacios laberínticos sean memorables a pesar de lo poco que dicen. Serán sus ojos, la lentitud de sus gestos, que sus sombras no les obedecen. Lo que imanta es la belleza del miedo, su quietud, su silencio.

Supongo que quien se quedó con la copia de David no pudo desprenderse de ella.

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